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En el Cajeme viejo (Vertiente)
Redacción
22 de Diciembre de 2014

En el Cajeme viejo, cada chiname de horcones, se constituía en un pesebre parecido al de Belén, donde Jesús comenzó a sembrar la huella de su humildad

En el Cajeme viejo, no había, durante los días navideños, arbolitos multicolores ni nacimientos que ahora se instalan con paciencia artesanal. Si acaso, cada hogar –chinames de horcones con paredes de carrizo, enjarradas de barro-, se constituía en un pesebre, parecido al de Belén, donde Jesús comenzó a sembrar la huella de la humildad desde el inicio de su vida.

Cuando la Nochebuena asomaba su canción crepuscular con el trino de los pájaros, una tibia inquietud –a pesar de los vientos fríos que levantaban polvaredas en las calles desnudas de los barrios- se metía en el corazón de los niños de entonces.

Y todos queríamos ir a refugiarnos en la tarima, temprano, porque al día siguiente, Navidad, habría regocijo con los regalos colocados en las cabeceras, mismos que se convertían, por humildes que fueran, en llave mágica para encontrar los caminos siempre maravillosos de la fantasía.

¿Cómo no evocar esos días, si aún me estremece el recuerdo de la belleza de los cuentos y leyendas que María desgranaba para sus hijos, mientras preparaba la masa para los tamales, amparada por la tenue luz de la lámpara de petróleo?

Pronto será Nochebuena. Tiempo para intentar, de nuevo, ser un poco niños. Reencontrar la semilla y huella de los orígenes. Aprender y tatuarse en el alma el respeto irrestricto hacia todos los seres de la Creación, por mínimos que sean. Saber escuchar y compartir, porque la humildad es el único sendero que conduce a la lealtad, la justicia y la sabiduría.

Hoy, en días y noches tan significativas, le entrego un poema que escribí para usted y para los niños del mundo, implorando al Itom Atchai (Dios):

 

No permitas, Señor

 

No permitas, Señor, que sufran frío los niños.

No permitas que el hambre devore sus entrañas.

No dejes que sucumban en sus casitas tristes,

donde el olvido reina, donde el peligro mata.

 

No permitas, Señor, ahora que es invierno

y se oyen villancicos en calles alumbradas

y brotan los deseos de bienaventuranza,

que los niños sencillos del color de la tierra,

los que sueñan contigo escribiendo tu nombre

con los últimos soles que regala la tarde,

se duerman sin cenar, sin cobija en su cama,

sin tiempo florecido, sin zapatitos nuevos.

 

No permitas, Señor, que sus palabras vuelen

preguntándole al mar, a la sierra, al valle,

¿por qué los olvidaste, por qué en otros lugares

te das a manos llenas, y a ellos, los pequeños

que son también tus hijos, no cumples sus anhelos?

 

No permitas, Señor, que los niños de hoy,

los de los ojos negros, los de palabra breve,

los de hambre infinita, sean mañana los hombres

que reclamen tu olvido.

No permitas, señor...

 

Le saludo, lector.